Cuando La jungla se publicó por entregas en el periódico socialista The Appeal to Reason en 1905, era un tercio más extensa que la edición comercial y censurada que se publicó en forma de libro al año siguiente. Esta expurgada edición eliminaba gran parte del sabor étnico del original, así como las más brillantes descripciones de la industria cárnica y algunos de los comentarios más punzantes y políticos de Sinclair.

El libro describe la pobreza de la clase trabajadora, la carencia de apoyos sociales, las duras y desagradables condiciones de vida y laborales, y la desesperación entre muchos trabajadores. Estos elementos contrastan con la corrupción profundamente arraigada de las élites. En una reseña, el escritor Jack London la denominó «La cabaña del Tío Tom de la esclavitud asalariada».
Escrito tras una visita a los mataderos de Chicago, se trata de una descripción dura y realista de las inhumanas condiciones de trabajo en el sector. No es frecuente que un libro tenga semejante impacto político, pero su publicación generó protestas a favor de reformas laborales y agrícolas a lo largo y ancho de Estados Unidos, y dio lugar a una investigación de Roosevelt y el gobierno federal que culminó en la “Pure Food Legislation” de 1906, acogida favorablemente por la opinión pública. Esta edición contiene los 36 capítulos de la versión original sin censurar, y una interesante introducción que desvela los criterios censores aplicados en la edición comercial.
Así, lo que tenemos en nuestras manos no es sólo una novela sobre los problemas que tiene una familia de inmigrantes para hacerse un lugar en el nuevo mundo. Lo que Sinclair nos ofrece, sin embargo, es una crítica feroz al capitalismo mediante la descripción más cruda (y, en ocasiones, bastante desagradable) de los mataderos de Chicago, de sus malas prácticas, de la penosa situación de los trabajadores y de los contínuos fraudes y engaños que sufría el proletariado (y los inmigrantes en particular). Todo esto se acaba traduciendo en una serie de demandas necesarias para que tanto la vida de los trabajadores como la sociedad en general sean mejores: derecho a una vivienda, a la educación, condiciones laborales dignas… lo cual deriva en un acercamiento del protagonista hacia el socialismo, aparentemente la única manera de hacer del agujero en el que vive un lugar mejor.
Aunque resulta innegable el valor literario de esta obra, es también indudable que La jungla será recordada por la revolución que causó su publicación (hace ya más de un siglo, no lo olvidemos) y que se tradujo en la aprobación de nuevas leyes que controlaban la manipulación de alimentos y en el inicio de una lucha por los derechos de los trabajadores.
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Es difícil hacer que un hombre entienda algo cuando su salario depende de que no lo entienda.

UPTON SINCLAIR
(Baltimore, 1878–Bound Brook, 1968) fue un novelista, dramaturgo y ensayista estadounidense de éxito cuya extensa obra estuvo siempre marcada por sus profundas convicciones socialistas y por su voluntad de denuncia del sistema capitalista. Novelas como La jungla (1906), en la que destapaba las condiciones de trabajo inhumanas de la industria cárnica en EE UU, King coal (1917), sobre las compañías carboneras, o ¡Petróleo! (1927), inspirada en un escándalo petrolero destapado en Wyoming, le consagraron como uno de los grandes escritores de literatura social de su tiempo. En 1940 publicó El fin del mundo (Hoja de Lata, 2014) primera entrega de la apasionante saga de Lanny Budd que, a lo largo de sus once libros, recorre la historia de la primera mitad del siglo XX. La segunda entrega, Entre dos mundos (Hoja de Lata, 2015), se sitúa en los locos años veinte, hasta el crac de 1929. Con el tercer volumen, Los dientes del dragón (1942), le sería concedido el Premio Pulitzer. Hoja de Lata también ha publicado Ancha es la puerta (1943), cuarta entrega de la saga, en la que Lanny Budd se involucra en la guerra civil española.

El impacto de la novela fue mayúsculo, sobre todo cuando se encargaron varias investigaciones independientes. Una la hizo el propio gobierno y demostró que Sinclair exageraba y se tomaba sus licencias, pero no era un embustero. Eso sí, no fueron las condiciones miserables de los obreros lo que causó mayor indignación, sino el fraude con el que eran mal alimentadas millones de personas. En la guerra de 1898, entre los soldados americanos hubo más bajas por la comida enlatada que por las balas españolas. Se inició una sucesión de pleitos, debates en el Congreso y el Senado, tiras y afloja, la industria puso toda su maquinaria influyente a trabajar. Como ahora, las grandes empresas controlaban los resortes de la política y los medios de comunicación. Con lo que no contaban era con la difusión internacional del escándalo y el desplome de las exportaciones de carne norteamericana, que constituían más de la mitad de los ingresos del trust. Sumando la presión de la opinión pública a la pérdida de beneficios (dos cosas que meten miedo a los capitalistas porque una puede llevar a la otra), el gobierno de Teddy Roosevelt pudo sacar adelante una ley que regulaba estas prácticas, entre ellas el etiquetado: saber qué comemos. Esto que parece tan obvio, en los inicios de la industria alimentaria no lo era. Desterrar los químicos que se demostraban perjudiciales y no usarlos hasta no quedar probada su seguridad, transportar y sacrificar a los animales en condiciones de higiene y salubridad, etc. Sinclair ganó esta batalla, pero no era su principal anhelo y llegó a declarar con amargura: “apunté al corazón del público y accidentalmente lo golpeé en el estómago”.

Y es que su intención era más ambiciosa. Quería desenmascarar el gran sueño americano, porque el mundo se divide en dos clases: los que lo tienen todo y los demás y promover el socialismo entre los trabajadores para la conquista del poder político. Por eso la novela deriva en su última parte hacia la iluminación de Jurgis cuando descubre estas ideas. Al final, el lector asistirá a una apología política casi interminable que vista cien años después y con todo lo que pasó en el s. XX, resulta como poco ingenua. Un diez por ciento de un libro no desmerece al otro noventa por ciento, pero le baja nota. La jungla, con todas sus limitaciones y ese final tendencioso, es una novela crucial, impactante. Una muestra de cómo un libro puede desenmascarar al impostor, acusar y provocar un maremoto de consecuencias inimaginables.


La Jungla en cómic de Peter Kuper: el autor.
Prolífico dibujante e ilustrador norteamericano, conocido por sus publicaciones de inclinación de izquierda; y por sus colaboraciones en periódicos como el New York Times o la revista Rolling Stones. Habiendo ganado por ello numerosos premios.
La historia comienza con el matrimonio de Jurgis Rudkus y Ona Lukuszaite. Ambos lituanos que deciden emigrar a la tierra de las oportunidades: América. Y llegan a Chicago junto a su familia. Allí pronto fueron encontrando trabajo todos los miembros de la familia. Excepto el viejo Antanas, padre de Jurgis. Trabajos precarios. Pero trabajos al fin y al cabo.
Jurgis, el protagonista de la historia, encuentra trabajo en una fábrica de envasados de alimentos. Y ahí empieza la raíz de todos los problemas de la familia. La familia es estafada con el alquiler de la nueva vivienda, al firmar unos intereses bancarios muy altos. Esto les obliga a intensificar su jornada de trabajo a Jurgis y Ona. El cómic nos muestra de este modo las condiciones precarias de los trabajadores en la industrializada Chicago.
Ideas que se trabajan en el cómic de La Jungla
En La Jungla se nos narra el nacimiento del sindicalismo, al que nuestro protagonista intenta desoír. Explotación laboral, condiciones precarias de salud y de trabajo. Injusticias sociales. Despidos improcedentes. Falta de garantías jurídicas. No existen los derechos laborales. No hay derecho a ponerse de baja. Ni a la huelga. Abusos a las empleadas. La Jungla es la muestra gráfica de cómo fue la industrialización laboral en el siglo XIX. El mensaje no se edulcora, como en Oliver Twist. Aquí se nos muestra a las claras la falta de humanidad que se respiraba en las fábricas del siglo XIX.
La Jungla es un círculo vicioso. El paro trae pobreza. La pobreza provoca hambre. El hambre incide en la aparición de las enfermedades. Y las enfermedades te imposibilitan para trabajar. Salir de eso es imposible. Y en ese contexto, de repente, a muchos obreros se les ofreció una luz al final del túnel. El socialismo. La Iglesia no fue refugio suficiente. La caridad humana era inexistente. El único pilón al que agarrarse que encontraron muchos obreros del siglo XIX fueron las ideologías socialistas. El sindicalismo, el comunismo, el anarquismo, el socialismo, el socialismo utópico…
La Jungla es por lo tanto una obra ideal para trabajar con los alumnos sobre la industrialización. Una manera gráfica y diferente de introducir conceptos clave como la explotación laboral y las condiciones precarias que ofrecían el trabajo en las fábricas del siglo XIX. La industrialización en estado puro. Eso es La Jungla de Upton Sinclair. Sin duda, una muestra de la sinergia entre cómic y literatura.